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Demonios

José Emilio Pacheco (1939-2014), del libro "La sangre de Medusa y otros cuentos marginales" (Ediciones Era, 2014).

José Emilio Pacheco fue poeta, narrador, ensayista, cronista y amanuense de Juan José Arreola. En la obra poética del escritor mexicano es posible encontrar una mirada entrañable y reflexiva que nos habla sobre el paso del tiempo y la nostalgia.

En duermevela escucha el sonido remoto de un tren. Se da vuelta hacia el sitio en que aún están frescas sábanas y almohadas. Escucha la vibración y el vuelo rasante. Da un manotazo y se golpea en la oreja. Se incorpora. Enciende la lámpara de noche. Toma un periódico doblado y el pulverizador de insecticida. Mira hacia el techo: nada. Nada tampoco en las paredes. Sacude las cortinas: el mosquito alza el vuelo. Dispara. La nube ardiente envuelve al insecto. Lo ve caer a plomo en la alfombra. Contempla su agonía giratoria, el cuerpo asimétrico que se debate entre la quemadura y la asfixia, las alas atravesadas por una red finísima de venas.

Se compadece. Sabe que ha dado una terrible muerte a un ser a quien, como a él, arrojaron a la vida sin consultarlo. Recuerda haber leído en alguna parte que los mosquitos machos son vegetarianos y sólo pican las hembras: para desovar necesitan las proteínas contenidas en la sangre. Cada una pone miles de huevecillos: millares de individuos que existirán uno o dos días y encontrarán su fin bajo las peores torturas. Sin embargo antes se habrán perpetuado. Mientras la tierra exista habrá mosquitos.

La imagen del agonizante lo lleva a otras imágenes olvidadas: escalones de madera en su escuela, él de rodillas esperando turno para confesarse en vísperas de su primera comunión. Acaba de aprender a leer. Más que en el libro de ejercicios espirituales con que lo están preparando, se fija en las ilustraciones: un camino de rosas lleva al infierno, un sendero de espinas conduce al cielo. Cuando morimos atravesamos un puente de siete arcos. Abajo hay un río de fuego eterno en donde bullen los demonios con sus espadas, sus tridentes y sus pailas de aceite. Cada alma se precipita en el infierno cuando pisa el arco que corresponde a su mayor pecado. Él no podrá olvidar nunca la estampa de principios de siglo, las almas que caen con un alarido, el puente cuarteado y roto, el abismo llameante.

Delira con aquellos tormentos la noche anterior a su primera comunión. Su madre lo calma: los niños como tú se van al cielo. En su adolescencia el confesor lo tranquiliza: Ya estás grande. Puedo decírtelo. Te equivocas si crees que el infierno es una caldera llena de demonios torturadores. El infierno es algo muy distinto pero no menos temible. No te voy a decir en qué consiste. Al paso de los años lo descubrirás por ti mismo.

Ahora el mosquito ha muerto. Él apaga la luz. Vuelve a meterse entre las sábanas. Siente escozor en brazos y piernas: está lleno de picaduras. Enciende otra vez la lámpara. Se levanta. Aplasta entre sus dedos al mosquito inerte: no tiene sangre. Por tanto hay otros ocultos y al acecho. Vencido por la fatiga trata de dormirse hasta que una vez más: aleteo, vuelo en picada, pausa, escape, ardor en el hombro derecho. Se pone de pie. Ya no hay lámpara ni luz ni insecticida ni periódico. Mira por la ventana: su habitación se encuentra en medio de la nada, bajo la grisura de un atardecer que no acabará nunca. Regresa a la cama. Escucha de nuevo el zumbido. Entiende que ha muerto, está en el infierno y, como sospechó durante su agonía, los mosquitos son los auténticos demonios.

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