Clarice Lispector (1920-1977), del libro "Todos los cuentos" (Ediciones Siruela, 2018).
Clarice Lispector es una de las narradoras brasileñas más emblemáticas de literatura del siglo XX. La siguiente narración también cuenta con la majestuosa traducción de la escritora uruguaya, Cristina Peri Rossi.
Pues en el río había algo como el fuego de un hogar. Y cuando ella advirtió que, además del frío, llovía en los árboles, no podía creer que tanto le fuese dado. Y el acuerdo del mundo con aquello que ella ni siquiera sabía que precisaba como el pan. Llovía, llovía. El fuego encendido guiñaba hacia ella y hacia él. Él, el hombre, se ocupaba de aquello que ella ni siquiera agradecía; él atizaba el fuego, lo cual era su deber de nacimiento. Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo cosas y experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego: no era su papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella, el hombre tenía que cumplir su misión. Lo más que ella hacía era instigarlo, a veces: «Aquel leño», decía, «aquel todavía no enciende». Y él, un instante antes de que ella acabara la frase que lo advertía, él ya había notado el leño, era su hombre, ya estaba atizando el leño. No le daba órdenes, porque era la mujer de un hombre que perdería su estado si ella le daba órdenes. La otra mano de él, libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la toma. Quiere la mano de él, sabe que la quiere, y no la toma. Tiene exactamente lo que necesita: poder tener.
Ah, y decir que esto va a acabar, que por sí mismo no puede durar. No, ella no se está refiriendo al fuego, se refiere a lo que siente. Lo que siente nunca dura, lo que siente siempre acaba, y puede no volver nunca más. Se encarniza entonces sobre el momento, se traga el fuego, y el fuego dulce arde, arde, flamea. Entonces, ella, que sabe que todo va a acabar, agarra la mano libre del hombre, y la enlaza con las suyas, ella dulce arde, arde, flamea.