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Guadalupe Dueñas (1910-2002), del libro “Tiene la noche un árbol” (Fondo de Cultura Económica, 1958).

Guadalupe Dueñas es una de las narradoras más sobresalientes de la literatura mexicana. Pertenece a una generación de grandes escritoras como Rosario Castellanos, Inés Arredondo y Amparo Dávila, entre otras.

Cayó del tejado con un golpe seco. Quedó silencioso sobre la hierba, igual que una mano rugosa cargada de fatiga.

De pronto ensayó volar: elvóse y giró sobre sí mismo sin avanzar un milímetro. Su salto resonó en el campo como una bofetada. El paisaje estuvo fijo mientras el viento descendía rasurando la montaña.

Sobre la soledad del golpeó de nuevo, azotó su corazón contra el musgo y, así, repitió su martilleo hasta alcanzar el río.

Allí, en la transparencia huidiza, su fealdad sin consuelo se duplicó:

El vientre lechoso rebasaba los litorales de su cuerpo, la piel terrosa y agrietada, los párpados de lona y el miedo permanente que le fingía un minutero en la cavidad del pecho. Sus ancas desvalidas ensayaron otra vez el vuelo.

Resbaló pesadamente de piedra en piedra; sólo le distinguía de los cantos rodados el temblor incontenible de la garganta. Su boca desdentada amenazó un grito en el silencio.

Jilgueros de vidrio alborotaban el agua.

Él conoce a la chiquillería de piernas de carrizo tostadas al aire. Las manos morenas remueven guijarros. Buscan arenas brillantes, juntan esferas de altíncar, piedrecitas de marfil, diminutas partículas de cuarzo.

Se apiñan en parvada. El más pequeño da la voz de alarma:

—¡Vengan a mirar!, parece una piedra con ojos.

—Tampoco es un pez

—¡Qué horrible, esto es un sapo! Yo lo conozco, es traidor, es venenoso; si se enfurece puede estallar y cegarnos con la lumbre que le hace brincar el pecho.

—Busquemos una espada —gritan a coro.

—No quiero que le hagan daño —ruega el que habló primero.

—Veremos si se hincha igual que la vela de un barco.

—¡Yo lo vi primero; quiero guardarlo en una caja! —Suplica otra vez el pequeño.

—¡Retírate! —le ordenan—. No sabemos si vuela, si se eleva hasta la torre o sube la montaña y llega más allá de los cedrales.

—A lo mejor conoce el mar…

—¡Quiero ver cómo respira, quiero ver cómo es un sapo! —exige el chico serpenteando entre las piernas de los compañeros.

Primero le lanzan puñados de arena, luego trompos, después porciones de lodo. Piedras, varas y ramas crecen en las manitas crueles. A los niños les divierte verle la saliva nacarada, el estertor de su pecho y la convulsión del vientre que lentamente se dilata.

El sapo entreabre los ojos asombrado.

La curiosidad los estrecha, forma un manojo de caireles inmóviles, una nube de inconscientes aves de rapiña.

A cada uno le interesa descubrirle la muerte.

—¡Vean cómo tiembla!

—Mírenle los ojos, se le han llenado de chispas amarillas.

—Tiene orejas diminutas de murciélago.

—Su aliento es fétido como el zumo del coyol.

—Y su boca es tan grande que podría beberse el aire que sopla en los remolinos.

—Todavía puede vivir si lo dejan que descansen —implora siempre el menor.

Pero replican:

—Esperen. Ya mero revienta.

Y el grupo se afana por la intensidad del espectáculo.

Gritan para borrarse el sobresalto; intentan confundir con voces el remordimiento. Pero cuando el animal estalla y ven la piltrafa desvaída que se achica bajo el sol, enmudecen. Luego, los pequeños se echar a llorar azorados y saborean su primera tristeza.

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