Inés Arredondo (1928-1989), del libro "Río subterráneo" (Joaquín Mortiz, 1979).
Inés Arredondo es una de las más grandes escritoras mexicanas del siglo XX. También pertenece a una generación de escritoras donde sobresalen nombres como los de Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Julieta Campos, entre otras.
Cuando abrí los ojos vi que tenía lo suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado.
Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo; también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver.
La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome, reteniéndome.
Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto.
Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia, en el antebrazo.
Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído.
Ese algo podía ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une.
Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes dientes, prieta y mugrosa, costrosa, Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su presa.
Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega el hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado.
Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en este preciso instante, dulcemente, sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela.