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Poemas de Enriqueta Ochoa

Enriqueta Ochoa (1928-2008), del libro "Poesía Reunida" (Fondo de Cultura Económica, 2008).

La obra poética de Enriqueta Ochoa es una de las más sólidas y poderosas dentro de la literatura mexicana del siglo XX. Las preocupaciones humanas en cada uno de los poemas seleccionados nos permiten encontrar una voz auténtica, sensibilizada ante una realidad envuelta en el dolor, y dispuesta a cuestionar todo aquello que se relacione al destino del ser humano frente al mundo y su tiempo.

Avispero

Cualquier cosa es mejor
a ese avispero en llamas que me aguija,
porque aquí, donde estoy, me duele todo:
la tierra, el aire, el tiempo,
y este volcanizado sueño a ciegas, sucumbiendo.

Anoche sollozaba por un vaso de luz,
toda la noche ardí de sed
y amanecí vacía.

Otra noche fue el sobresalto dulce, el de la sangre;
enardecida fui de la jaula al látigo,
del látigo al silbido
agresivo y caliente de las venas,
amanecí amargada.

Otra vez,
me adentré un amor como montaña;
gacela estremecida vagué temblando húmeda de lágrimas.
Mansamente en silencio,
ahíta de ternura,
bebí luz de cristal entre los sueños,
se me quebró en la entraña, me cortaba,
y me quedé en tinieblas…

Cuántas cosas he dicho,
palabras que se arrancan por no llorar de rabia.
Ya no puedo dormir sobre la misma almohada
aunque los ojos sueñen;
me repudio al decirlo,
pero cualquier cosa es mejor
a este avispero en llamas en que vivo.

Marianne

Después de leer tantas cosas eruditas
estoy cansada, hija,
por no tener los pies más fuertes
y más duro el riñón
para andar los caminos que me faltan.
Perdona este reniego pasajero
al no encontrar mi ubicación precisa,
y pasarme el insomnio acodada en la ventana
cuando la lluvia cae,
pensando en la rabia que muerde
la relación del hombre con el hombre;
ahondando el túnel, cada vez más estrecho,
de esta soledad, en sí, un poco la muerte anticipada.
Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,
que no se te achica la palabra en el miedo,
que me has visto morir en mí misma cada instante
buscando a Dios, al hombre, al milagro.

Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo,
y no te importa,
ni te sorprende el nudo de sombra que descubres.
Todo se muere a tiempo y se llora a retazos,
has dicho,
sin embargo, es azul de cristal tu mirada
y te amanece fresca el agua del corazón;
quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas,
y entiendes en tu propio dolor al mundo,
porque ya sabes
que sobre todos los ojos de la Tierra,
algún día, sin remedio, llueve.

Entre la soledad ruidosa de las gentes

Busco un hombre y no sé si sea para amarlo
o para castrarlo con mi angustia.
Tengo hambre de ser
y me siento frente a la ventana
a masticar estrellas
para que este dolor de estómago sea cierto.
La verdad es que duele en los nervios
todo el cuerpo, esta noche, hasta los tuétanos.

En la casa contigua
grita una mujer las glorias de la Biblia
y no conoce a Dios.
Su voz huele a vinagre, a aceite de ricino,
y Dios no huele a eso.
Entre mil olores reconocería el suyo.
Algo que no digiero me ha hecho daño esta tarde.
He visto a otros más humildes que yo.
No quiero reconocerme en ellos.
De tanto huir se me han caído las palabras
hasta el fondo del miedo:
no salen, rebotan dentro como canicas, suenan sordas.
Sin querer, me doy cuenta que me he quedado en la ruina.
Me falta lo mejor antes de irme: el Amor.
Y es tarde para alcanzarlo,
y me resulta falso decir:
—Señor, apóyame en tu corazón
que tengo ganas de morir madura.
Nadie madura sin el fruto.
El fruto es lo vivido y no lo tengo:
lo busco ya tarde,
entre la soledad ruidosa de las gentes
o en el amor que intento, y doy, y espero,
y que no llega.

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