José Emilio Pacheco (1939-2014), del libro "El Infinito Naufragio" (Editorial Océano, 2019).
José Emilio Pacheco fue poeta, narrador, ensayista, cronista y amanuense de Juan José Arreola. En la obra poética y narrativa del escritor mexicano es posible encontrar una mirada entrañable y reflexiva que nos habla sobre el paso del tiempo y la nostalgia.
El tictac del reloj se abría paso entre el silencio nocturno. Desde la cama en que lo torturaban el calor y la fiebre, Néstor contaba, doce veces cada hora, otros cinco minutos como aquellos que no se apartarían de su memoria. Un año antes él y su padre habían llegado a Veracruz y al segundo piso de ese edificio cerca del mar. Estaba de nuevo en primer año, pues los certificados escolares se perdieron, con todas las cosas de la familia, cuando dejaron Barcelona y cruzaron los Pirineos bajo la nieve. Como si los años anteriores no existiesen, Néstor había vuelto a deletrear, a hacer sumas y restas elementales, a llenar de frases cuadernos enteros.
Al salir de la escuela caminaba por los muelles para reunirse con su padre en el viejo café lleno de mesas de mármol y abanicos eléctricos. A veces algún otro se sentaba con ellos. A la conversación volvían los mismos nombres: Barcelona, Madrid, Guadalajara, El Jarama, Brunete, Guernica, Teruel y tantos otros que para Néstor se mezclaban en la confusión de cuanto vivió y perdió antes de sus siete años. Todo aquello lo separaba de sus compañeros. Nadie más en su escuela había sufrido bajo un bombardeo como aquel de marzo de 1938 en Barcelona. Nunca iba a olvidarlo: en él murió su madre.
Por la noche, en la terraza hasta la que llegaba el olor del mar, su padre le contaba obsesivamente la misma historia de una batalla que a Néstor le parecía librada en otro siglo: 1937, en otro mundo: Teruel. Héroes sin nombre quedaron allá muertos bajo la nieve y la metralla. Los sobrevivientes como Néstor y su padre escucharon un día en el campo francés los nombres de México y de Cárdenas. Y subieron a un barco y cruzaron el amargo mar.
Aquella tarde, en vez del frío y la nieve de Teruel durante la batalla, la arena de los médanos azotó la ciudad. Néstor entró llorando en su casa. Confesó que acababa de pelearse (y perder) con un niño que se burlaba de él por ser distinto, por no ir a misa y hablar con un acento diferente. Su padre lo llamó cobarde, le volvió la espalda y salió del departamento.
Comprendió que sólo había una posibilidad de ser digno de su padre y de los muertos en Teruel, un último recurso para que nadie volviera nunca a llamarlo cobarde. En un cajón del escritorio estaba la salamanquesa, la venenosa lagartija, el reptil transparente que Néstor había atrapado en el jardín. Una vecina que asistió a la persecución y la captura le ordenó liberar a la salamanquesa: tenía una lengua afilada y ponzoñosa que si llegaba a picarlo le iba a causar la muerte.
Desobedeció: guardó a la salamanquesa en un frasco de cristal, hizo algunas perforaciones en la tapa de hojalata, arrancó unas briznas de hierba para que le sirvieran de alimento al reptil; le puso agua en una cajita metálica que había contenido Pastillas del Dr. Andreu y guardó el recipiente en el último cajón del escritorio. Durante varios días olvidó a la salamanquesa y el peligro que representaba. Pero bajo la doble humillación del pleito perdido y la injuria de su padre, Néstor comprendió que sólo el enfrentarse a ella podía reconciliarlo consigo mismo.
Había caído la noche. Néstor entró en la sala oscurecida donde sólo brillaba la carátula del reloj, un Westclox corriente y demasiado sonoro que en esos momentos le pareció tan vivo como el animal que estaba a punto de ponerlo a prueba. Arrastró una silla, puso el reloj en el escritorio y se dejó caer sobre el asiento de bejuco.
Abrió el cajón, destapó el frasco y metió la mano derecha hasta tocar las briznas. La salamanquesa no tardaría en morderlo y envenenarlo. Así Néstor demostraría que no fue un cobarde y supo morir como los héroes de Teruel. Se dio un plazo de cinco minutos. Empezó a contarlos en la esfera del reloj.
Sintió el sudor frío que le bajaba por la frente. En cualquiera de esos segundos la salamanquesa le clavaría el dardo de su lengua para vengarse de la derrota y el encierro. Tres minutos pasaron sin que Néstor sintiera la mordedura esperada. Sus dedos trituraban las briznas. El miedo y la angustia no eran tan fuertes como su orgullo: él no retiraría la mano hasta vencer o morir en esa guerra secreta y sin testigos. Contra las paredes de vidrio la salamanquesa se movía ágil y tensa como cuando la vio surgir entre las grietas del muro.
Al cumplirse el plazo Néstor sacó la mano y, sin acordarse de tapar el frasco, cerró sin fuerzas el cajón. Su padre lo encontró desmayado junto al escritorio. Lo alzó en brazos y lo dejó en la cama. Abrió el cajón, vio a la salamanquesa lanzarse contra él y antes de que lograra herirlo le dio muerte.
Néstor pasó dos días consumido por la fiebre. Por las noches, en medio del silencio, contaba una y otra vez en la carátula luminosa del reloj cinco minutos como aquellos de la guerra secreta en que demostró que no era un cobarde: él también tenía derecho a sobrevivir porque contempló de frente a la muerte como los héroes de Teruel.